Introducción al personalismo de Edith Stein

Uno de los mayores impulsos filosóficos del siglo XX, y que sigue perviviendo hasta nuestros días, ha sido, sin duda alguna, el de retornar al ser humano concreto, volver a pensar sobre la realidad humana, pero no en un sentido abstracto o meramente conceptual, sino como expresión de ese ser que, interrogándose sobre sí mismo, se interroga por una dimensión identificable, corpórea, por tanto encarna­da, además de volitiva, psíquica, intencional y espiritual. Por eso, tal impulso ha vuelto, igualmente, a pensar sobre ese ser en términos de persona humana, y, quizá, pensándolo bien, más que “volver”, ha inaugurado el pensamiento so­bre la persona en un sentido completamente nuevo. Ya no es ni la “máscara” griega, heredada de los etruscos que jue­ga un rol determinado en la escena trágica; no es, tampoco, la hipóstasis trinitaria cuyo nombre específico de “persona” solo podía adscribirse a la divinidad cristiana; no se trata de la sustancia separada de naturaleza racional boeciana que se transmitirá al apogeo escolástico del siglo XIII. Pero tampoco es la noción de persona que utiliza Kant en senti­do formal para dar cuenta de una dimensión sin duda im­portante, pero planteada en términos aún lejanos de lo que estará por venir, a saber, la dignidad del ser humano como inmanente a él mismo, pero sin atender a la concreción in­dividual de la irreductibilidad específica de un ser que se pregunta por su propia realidad, la que le es inmanente, pero también la que le es trascendente.

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